El ideal de lo femenino. Constructo y penumbra de un género sexual.

Por  Elizabeth Vázquez Martínez

 

 

 

 

Según nos cuentan los hermanos Grimm dentro de El flautista de Hamelin, cierto día un hombre llego a un pueblo con la intención de liberarlo de los destrozos que una plaga de ratas implicaba, como lo son la proliferación de enfermedades no deseadas y la desaparición de todas las cosechas, esto a través del encantamiento de su flauta, pues dicho instrumento, según se entiende, reproducía una melodía fantástica que hechizaba a los roedores y los movilizaba a las afueras de la ciudad.

Algo similar ocurre con nosotros, no necesariamente desde la música que nace de una flauta, sino a partir de los metarelatos que construimos y modificamos día con día. Pues, si somos honestos debemos admitir que tenemos, entre muchas otras, la necesidad de decirnos y con esto, también, de decir al otro, para ubicarnos y ubicarlo en el plano histórico al que pertenecemos.

Sentimos la sed de narrarnos, de nombrarnos, para aparecer en el plano de lo “real” de quienes nos rodean y de la perspectiva que tenemos de nosotros mismos.  Dicha voluntad de narratividad entraña de suyo, muchos conflictos y matices, pues la mayoría de las veces lo hacemos lascivamente provocando la exclusión y marginación de sectores, impidiendo el reconocimiento honesto de las capacidades de estos.

Tratar de responder al cómo es que se construye  el imaginario colectivo sobre algo, en este caso sobre la mujer,  implica aceptar de principio, que casi todo el tiempo detrás de una idea se ubica un discurso de poder que mueve los hilos de la misma y que la determina. Tal es el caso del constructo del ideal de lo femenino, ideal que fue fabricado y determinado únicamente por y para los hombres, gestando sin empacho alguno la penumbra de la figura de la mujer desatando siglos de marginación, exclusión y en el peor de los casos la apropiación por estas del mismo.

Así, el plantearnos la pregunta de lo qué es una mujer para el pensamiento de la actualidad, implica asumir el compromiso de no caer en respuestas como la de “un conjunto orgánico de ovarios y matriz”, y mucho menos,  la de “un ser vivo que acostumbra andar de falda y en tacones”. Pues al determinar a una “mujer” desde expresiones como las anteriores o delineando con las manos las curvas propias de estas,  olvidamos que más allá de las peculiaridades orgánicas de un ser vivo se encuentra un entramado de sentires, malestares, capacidades intelectuales y sobre todo, de reconocimiento de las mismas.

Así, al preguntarnos por el lugar que la mujer ha ocupado en la historia una sola palabra salta a la cabeza de muchos y define milenios de tradición, ésta no es otra sino la de marginación. La penumbra del exilio recayó casi sin problema sobre un género humano, el femenino.

Basta con echar un vistazo al Antiguo y Nuevo testamento bíblico para encontrar infinidad de casos en los que el rechazo hacía la figura femenina aparece. Eva, interpretada por milenios como la “acompañante” de Adán para curar su soledad, siendo ella misma la que después cae en la tentación y lo lleva consigo hasta el destierro del edén. Así, Eva no sólo es vista como la fiel acompañante, sino como la que desobedece y es responsable del pecado original.

Otro caso parece ser el de la mujer de Lot (he aquí otro matiz, pues ni si quiera es mencionada por su nombre, sino por ser “la mujer de…” expresión que la encierra en categoría de propiedad), que desobedece a éste mirando hacía el fuego que consume a Sodoma y Gomorra siendo castigada al convertirse en estatua de sal. He aquí el esbozo de la figura femenina definida como un ser que no puede soportar la tentación y torpemente cae en ella arruinándolo todo.

Ejemplos como estos hay muchos, sin embargo uno de los que más resaltan es el de María de Magda, mejor conocida como María Magdalena; figura paradigmática, digna de múltiples estudios y aforismos sobre su persona. Se le interpreta como la pecadora, como la seductora, y la fiel acompañante de Jesús aquí en la tierra, ya que redimida del pecado decide cambiar su vida y entregársela a lo divino-encarnado-en-hombre, es decir, a Jesucristo. Pero no teoricemos tanto y detengámonos a pensar un poco sobre la figura de los apóstoles, ya que para serlo el requisito principal no fue otro sino el de ser testigo de la resurrección de Cristo, saltando a la vista el que dicha mujer haya sido la primera en presenciarlo y comunicarlo pero, como era de esperarse, fue ignorada y pasada por alto frente a los discípulos de su maestro. Desterrada, ignorada y estigmatizada fue malinterpretada por la historia, misma que fue reconstruida por los hombres de clases altas.

Así, según nos explica San Ambrosio el que la figura del Cristo resucitado apareciera frente a la mujer de Magda es una compensación ofrecida a las féminas por el pecado original. Sin embargo, Orígenes anula totalmente el testimonio de la misma, tomando solamente en cuenta el testimonio de los hombres. ¿Qué se esconde detrás de una mujer que es tan peligroso como para ocultarlo a toda costa? ¿Qué ocurre en la mente del género masculino que pretende violentar el derecho de decirse de una fémina? ¿Al recortar esta visión o interpretación de un pasaje tan importante sobre nuestra cultura no se está perdiendo información?

Cierto es que la figura de María Magdalena postrada, en pinturas, a los pies de un varón, llorando desconsoladamente, descrita en el Evangelio San Lucas ha devenido en interpretaciones instrumentalistas propensas a ubicar a ésta en el campo semántico de la obediencia y la sumisión al hombre-Dios-Iglesia. Sin embargo, no sólo la figura femenina ha sido escindida en los relatos bíblicos, tal es el caso de la mitología griega en donde se menciona el origen de la mismísima Atena de la cabeza de Zeus y la desobediencia de Pandora que, al tampoco soportar la tentación, decide desatar a todos los demonios salidos de una caja y cultivar las desdichas en la Tierra. Sin pasar por alto la abnegación ilustrada en Penélope al tejer y destejer en espera de su Ulises.

Todo lo anterior apenas nos da una probadita de lo mucho que han permanecido en la penumbra las mujeres y sus acciones, lo cual provoca que vislumbremos lo complejo del preguntarnos por la esencia de lo femenino, pues, un primer paso para arrojar una respuesta es el de preguntaros por el otro, es decir, cómo percibimos al otro y cómo nos situamos frente a este. Pues este Otro se entiende como «ese extraño» que amenaza con el orden de lo ya preestablecido, que se impone como algo ajeno, que conviene por el bien de la estructura social mantenerlo en el arraigo, evitando una ruptura con los niveles en que hemos decidido habitar y entender el mundo.

Atender a la figura femenina desde las bases del imaginario colectivo no se resume, tampoco, señalando frases misóginas como las ya cosechadas por Schopenhauer y muchos otros en donde se enaltece el silencio que porta este sector como la mayor de sus virtudes y bellezas o como un animal de cabellos largos e ideas cortas. Sino también el de voltear la mirada y reflexionar sobre la apropiación que las mujeres hemos hecho de estos roles, pues no en vano han sido muy pocas las que han roto el silencio y se han atrevido a, no sólo escribir sobre su exclusión sino sobre los problemas de su sociedad y participar en lugares que por definición son ocupados por el ámbito masculino, como es el caso de los espacios sagrados de consagración eclesiástica, en que día a día se pelea por el reconocimiento de la fe femenina y del lugar que ocupan en una comunidad.

Pensar a las mujeres y definirlas reivindicando el papel que han ocupado y seguirán haciéndolo en la historia merece extensos ensayos que ocupen los almanaques más dichosos e integrales de filosofía, pues parece ser que frente a nuestra tradición intelectual que margina y sitúa a los márgenes todo lo que amenaza con desatar un caos en la cabeza de los demás, la figura femenina transgrede y amenaza, circunda y atormenta el trabajo de quienes se esfuerzan en ordenar y jerarquizar el desempeño de los humanos en este habitar el mundo cotidiano. Es decir, el papel de la mujer ha sido negado e ignorado por los discursos de poder que desde siempre buscan ocultar cualquier movimiento que ponga en peligro lo que han construido con siglos y que se entiende como «orden social».

No en vano quienes han querido romper con los esquemas tradicionales intelectuales han experimentado asumiendo el papel de lo femenino, tal es el caso de Cortázar, quien pone en la boca de Talita dentro de Rayuela la siguiente frase que repite como un mantra  Soy yo, soy él. Somos, pero soy yo, primeramente soy yo, defenderé ser yo hasta que no pueda más; que a grandes rasgos quiere decir lo que ya Unamuno señalo en su obra, es decir, yo soy uno, pero todos son yos. Pues defender hasta las últimas consecuencias lo que uno es, forma parte del participar de uno desde el plano de la honestidad, siguiendo del pedirle a los otros que no hagan como uno sino con uno, pues imitar actitudes e ideales sin repensarlos es muy fácil, pero los costos son tan caros que devienen en exclusiones que a todos nos afectan ya que perdemos la oportunidad de hacernos en los otros y estos en nosotros. Si se busca mantener a la figura femenina cubierta del manto del silencio que la embellece es porque escuchar los gritos de lo reprimido suele ser tan fuerte que los tímpanos de quien lo escucha no pueden soportar lo que frente a ellos se desata.

 Simone de Beauvoir en el Segundo sexo, ya anticipaba lo difícil de esta actividad, pues para esta escritora, la crítica y reformulación del ideal de lo femenino requería necesariamente de la presencia de un neutro, que no formara parte ni de lo masculino ni de lo femenino, que apuntara objetivamente a las necesidades de lo no definido para, en función de esto, hacerle justicia. Un ángel era lo que reclamaba esta autora, sin embargo, habitamos en lo terreno, en lo fugaz, y no por esto debiera parecernos imposible tratar de reestructurar la idea de lo femenino, de reubicar el papel de la mujer en la historia, pues si atendemos con oídos abiertos a esa parte que en nosotros parece ser lo otro desconocido, al menos un esbozo de lo femenino, rescatando sus virtudes, podríamos hacer. El propósito es, querido lector, que repienses las actitudes que has asumido en tu sociedad para acercarte a lo ya definido y tratar de reconfigurarlo de modo más humano, de forma en que las barreras de las diferencias se antepongan como señales de reconocimiento y no de exclusión.

Por si te intereso el tema del artículo puedes consultar las siguientes fuentes bibliográficas:

  • Beauvoir Simone, El segundo sexo, Trad. Palant Pablo, Ed. Siglo veinte, 1ra Ed. Buenos Aires Argentina 1988.
  • Gómoez-Acebo Isabel, María Magdalena. De apóstol a prostituta y amante. Ed. Descleé De Brouwer. Bilbao 2007.

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